A-dol-escentes

Atendiendo a la etimología, la palabra adolescente proviene de adulescens, participio presente de adolescere, verbo que significa: crecer, desarrollarse, ir en aumento, encender… El participio presente expresa una acción en proceso, mientras que el participio pasado expresa una acción terminada, por ejemplo el participio pasado del verbo adolescere es adultus, origen de la palabra adulto. Curiosamente, el verbo adolecer tienen origen en el mismo verbo latino adolescere; este verbo expresa carencia, padecimiento de algún mal. La adolescencia como un proceso, un tránsito a través de renuncias, duelos, es lo que me propongo desarrollar en este artículo.

La adolescencia se sitúa en un tramo de edad determinado. Este proceso se inicia con la maduración corporal. El cuerpo del niño crece, se transforma y se prepara para la procreación, todo ello le conduce a una nueva identidad. El joven, en este momento privilegiado, debe hacer reválida de lo que ha sido la infancia, desechar algunos aspectos, conservar otros y construir unos nuevos. Justo es decir que no podemos idealizar la vida adulta y pensarla como un estado homogéneo de plenitud, ya que los aspectos infantiles nunca desaparecen del todo. Siguiendo las ideas de Silvia Tuber, la vida adulta no es un estado acabado sino que en el mejor de los casos se es más o menos adulto. Poder asumir la propia vida es condición de madurez.

Entiendo la adolescencia como un pasaje, un puente entre dos orillas, infancia y vida adulta. La metáfora evoca: fragilidad, vulnerabilidad e inestabilidad; pero también enlace y conexión. Es desde este lugar de tránsito que el joven puede cuestionar y cuestionarse, ya que toda posición crítica precisa de una distancia, de una exterioridad, con relación a sus padres, a la sociedad y a su infancia.

Los jóvenes de hoy son fruto de una generación que rompió moldes. Sus padres se rebelaron contra el “autoritarismo”; en su condición de progenitores han querido comprender, evitar los conflictos que ellos tuvieron. Todo esto, junto al crecimiento económico, ha propiciado que los jóvenes, sus hijos, se hayan encontrado en un ambiente de compresión, con oportunidades -de formación, de viajar- impensables en otra época. Un padre captaba a la perfección la paradoja del momento: “Si no le das lo que pide, pudiendo, malo; pero si se lo das, también malo”. En estos jóvenes ha habido muchas veces una “falta de la falta”. La ayuda excesiva convierte a los hijos en eternos lactantes.

Los padres, en este proceso, también tienen su papel. Si protegen demasiado y tienen demasiada presencia, para el joven será más difícil, o imposible, poder separarse. En algunos momentos deben llevar a cabo la difícil tarea de ayudar no ayudando. El joven para crecer debe poder separarse de las figuras protectoras de la infancia. Estas han sido un recurso inestimable frente a las dificultades personales, materiales. Este aspecto, nos dice Freud, es uno de los más dolorosos y difíciles de este momento.

Para asumir la propia vida es necesario un corte con las figuras que le han ayudado a crecer. El joven es como un esqueje que brota del tronco, para dar lugar a un nuevo árbol, es necesario un trasplante; sólo así podrá echar raíces propias. Si permanece junto al tronco parental su desarrollo será muy limitado.

En este trayecto hay un proceso de duelo. El joven sentirá dolor y responsabilidad frente a su existencia a la vez que satisfacción frente a los logros personales y la inscripción de su singularidad. Quizás la tarea principal de los padres sea propiciar este proceso. Es desde esta posición que los hijos podrán ser unos buenos compañeros de viaje.

Artículo publicado en Diván el Terrible: http://www.divanelterrible.com/a-dol-escentes/

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